Cuando se cumplen 10 años de la muerte del GEO de la Policía Nacional Francisco Javier Torronteras Gadea, la última víctima del 11-M, dos agentes que estaban presentes ese 3 de abril en el número 40 de la calle Carmen Martín Gaite de Leganés (Madrid) relatan lo sucedido y recuerdan a su compañero fallecido tras la inmolación de la célula yihadista responsable del mayor atentado de la Historia de España.
«La onda expansiva nos dejó medio tontos. Fueron décimas de segundo, estábamos allí y se escucharon los gritos: ‘¡El compañero!, ¡el compañero!’. Tras la explosión salió despedido. Se improvisó una camilla con una barandilla de la escalera del edificio que había caído al patio tras la explosión», relata uno de los agentes, que desde ese día padece una pérdida de audición en el oído izquierdo.
«Tengo el recuerdo de entrar y que nos recibieran a tiros. También se escuchaban cánticos en árabe». Cuando llegaron los agentes «el patio interior estaba lleno de mujeres y niños jugando» y hubo que desalojar rápidamente. Era el 3 de abril de 2004, habían pasado tres semanas y dos días desde los atentados en los trenes de la capital de España y las investigaciones habían llevado a las Fuerzas de Seguridad hasta un piso en Leganés, donde sospechaban que se encontraban algunos autores de la matanza. Cuando los terroristas se sintieron acorralados, en lugar de entregarse, se inmolaron en el interior del domicilio causándole la muerte al veterano miembro de los GEO.
Fueron varias horas de tensa espera. «Teníamos arriba el helicóptero, enfocando con la luz, lo único que se escuchaba de vez en cuando por encima del helicóptero eran los cánticos en árabe que salían de la casa». Durante ese período, algunos de los islamistas, entre ellos Jamal Ahmidan, El Chino, aprovecharon para llamar a sus familiares para despedirse.
«Al principio se escuchó una pequeña explosión, que fue cuando los GEO detonaron la puerta, después se escuchó una ráfaga de disparos, luego aquello se quedó en calma unos minutos y a las nueve menos cinco o así fue cuando reventó. Pegó la explosión y la mitad salió a la piscina y la otra mitad a la calle», relata.
Para llegar hasta Torronteras tuvo que recorrer unos metros del patio interior donde «se veía dinero por el suelo, manos, cabezas (de los terroristas). «Se pensó que había una mujer porque había manos pequeñas», apunta el otro agente aún con secuelas en un brazo y una pierna.
«Le cogimos (al agente herido) y le movimos unos cuatro o cinco metros. Él iba tendido boca arriba con los ojos abiertos, aún con vida y llevaba todo el vientre reventado. En el momento de cambiarle la camilla fue cuando ya se le venció la cabeza hacía la derecha», narra con lágrimas en los ojos al recordar el momento en el que fueron conscientes de que su compañero había muerto.
«Durante las horas previas, a los vecinos les decíamos que no sabíamos lo que había, pero que por motivos de seguridad tenían que abandonar el piso. Tampoco podíamos contarles más, porque cuando llegamos tampoco teníamos detalles. Sabíamos que aquí podía haber una célula yihadista, pero no sabíamos que pudiera tener relación con el 11-M», dicen.
Quienes recuerdan este episodio son dos veteranos agentes de 62 y 64 años con 30 años de carrera a los que se les entrecorta la voz y se emocionan al recordar.