Antolín, el Cepero, heredó el oficio y el mote de su padre y éste de su abuelo. Entre las tres generaciones pusieron cepos y lazos en todos y cada uno de los montes de la comarca y no hubo vival en que no metieran los hurones ni coto de caza que no asaltaran. Durante muchos años abastecieron de carne de conejo bares, kioscos, carnicerías y casas particulares de Talavera.
Felisa, su mujer, repartía con un carrillo los racimos de roedores tapados con unos faldones blancos y limpios como una patena que confeccionaba a medida con sábanas y camisas viejas. Antolín, el Cepero, arrastraba ligeramente una pierna de resultas de un mal encuentro con un guarda jurado 'quemao' de una finca por la parte de Corralejo, en el término de Belvís de la Jara.
El guarda, con mucha paciencia y robando horas al sueño, le buscó las vueltas y las rutinas a Antolín, el Cepero. Una noche de luna le hizo la espera en el Arroyo del Gobernador, que baja por las barrancas al Tajo, cuando iba con la carga al hombro camino de Las Herencias. Le salió de detrás de una retama y le dio el alto metiéndole los cañones de la escopeta en el pecho. Antolín, el Cepero, sin soltar el atillo, apartó los hierros de un manotazo, bajó la empinada ladera -la mayor parte rodando- como ánima que lleva el diablo y se tiró de cabeza al río. Oyó los dos estampidos de la escopeta y el zumbar de los perdigones en las orejas, luego la quemazón en el muslo y en la rodilla izquierda. Cruzó la corriente por la Isla de los Charcones y subió río arriba con la pata a rastro hasta Los Aflejes, donde tenía un pariente mediero que le hizo una cura de urgencia a la herida y lo trasladó hasta Talavera en el carro de la mula. La parte fina la remató un practicante borrachín que le debía algunos favores de cuando la Guerra. A Antolín, el Cepero, le gustaban sobremanera tres cosas: las galletas Chiquilín mojadas en vino para desayunar, jugar la partida de subastado en el Bar 501 con muchas voces y momios y relatarnos a los muchachos sus aventuras de cuando había hecho el servicio militar en el Sáhara del África. Siempre empezaba las historias de la misma manera:
-Imaginaos aquello. ¡No había ni una encina! ¡Pero ni uuuuna!