Hay delitos que son más complicados de demostrar que otros y, por tanto, de castigar. Entre los primeros está el tráfico de influencias. Entre los segundos, la malversación y la prevaricación. Si Begoña Gómez aprovechó su estado civil de mujer del presidente del Gobierno para medrar en la Universidad Complutense y mediar ilegalmente entre empresas con intereses directísimos con la administración no será sencillo de probar penalmente. Es en lo que confían ella, Sánchez y los corifeos que sostienen que no hay caso. De ser así, lo venderán como una gran victoria, aunque sean conscientes de que la mancha moral y el tufo a estiércol no se lo van a quitar nadie, por muchas campañas sincronizadas -y pagadas con el dinero de todos- que pongan en marcha desde Moncloa.
Dentro de la denominada causa política de los ERE, a José Antonio Griñán, Manuel Chaves y una docena de altos cargos de la Junta de Andalucía les condenaron en una sentencia de la Audiencia de Sevilla que fue ratificada después por el Tribunal Supremo. La primera es de noviembre de 2019 y la segunda de septiembre de 2022. Los delitos de malversación y prevaricación se dieron por probados y, aunque apenas haya trascurrido un puñado de años, conviene recordar los hechos.
Queridos niños: durante más de una década, en el seno de la Junta de Andalucía en manos del PSOE se tejió un sistema clientelar en el que la corrupción lo impregnó todo. Al que daba, al que recibía y al que, así, como sin querer, se lo quedaba por el camino como buen intermediario corrupto. Fue un engranaje casi perfecto -hasta que les pillaron con las manos en la masa- para despilfarrar dinero público. Cerca de 700 millones de euros que tenían que ir destinados a los parados andaluces, pero que se repartieron de manera arbitraria entre los afines al aparato del PSOE andaluz. Entre los que había que comprar y pagar voluntades. Eso provocó que más de uno, como el director general de Empleo, Francisco Javier Guerrero, llevara la corrupción a la caricaturización más infame, gastándose ese dinero de los parados en fiestas, prostitutas y cocaína. Hubo decenas de intermediarios que también se llevaron la pasta, como el conseguidor de los ERE, el sindicalista de UGT, Juan Lanzas, del que su madre dijo que tenía dinero «pa asar una vaca».
La cutrez convertida en el caso de corrupción más cuantioso de la historia de España. El sistema estaba ideado para saltarse los controles y los dos máximos responsables de la Junta durante aquellos años fueron condenados: José Antonio Griñán y Manuel Chaves. Detrás de ellos, una pléyade de consejeros y directores generales que sabían lo que había, lo fomentaron o miraron hacia otro lado, que viene a ser lo mismo.
Dos años después de que el Supremo ratificara las penas ha llegado el Constitucional comandado por Cándido Conde Pumpido y con hasta cinco magistrados, como el ex ministro socialista Juan Carlos Campo, con evidentes signos de incompatibilidad para tomar decisiones sobre el caso de los ERE por sus vínculos notorios con los condenados. Lo que han hecho y van seguir haciendo la próxima semana es una amnistía encubierta para esos altos cargos socialistas y lo hacen reinterpretando los tipos penales de casos de corrupción.
Otra vez más, un ataque a la independencia judicial, a la justicia ordinaria, en una burda maniobra con la que no van a conseguir su objetivo: eliminar los hechos del mayor caso de corrupción de la historia de España.