Hay celebraciones que se viven, otras que se recuerdan, y, unas pocas, como la Fiesta del Olivo, que los morachos sentimos en la sangre. Al menos, aquellos que la vimos nacer y que ya estamos en la senectud. Cada abril, desde hace ya 67 años?(la primera Fiesta tuvo lugar el 23 de marzo de 1957), Mora se convierte en un homenaje vivo al fruto que ha marcado su paisaje, su economía y su identidad: la aceituna. Conviene apuntar que, en su término, que no abarca mucha extensión, razón por la cual los propietarios de olivas ocupan los de otro municipios, hay una superficie cercana a las 20.000 hectáreas, lo que convierte a Mora en el referente del sector oleícola en Castilla-La Mancha. Tal es así que la pasada cosecha se evalúa en unos 16 millones de kilos de aceituna. De este fruto se extrae un aceite de oliva virgen extra reconocido por su calidad, sabor y aroma.
La Fiesta de Olivo, que es el punto neurálgico de este artículo, no nació con un pregón, ni con carrozas, ni con programas impresos. Surgió con la espontaneidad que brota de muchas reuniones que, al paso del tiempo, se van haciendo costumbre. Lo hizo al calor de una cena compartida, allá por mediados del siglo XX, cuando los propietarios de olivares, al terminar la cosecha, reunían a quienes habían trabajado a jornal en ella y brindaban por el esfuerzo de esa gente y por la generosidad de la tierra y de los árboles. Un gesto sencillo que creció y dejó, cada vez más patente, el amor de un pueblo que nunca ha olvidado de dónde viene su riqueza. Una riqueza que ha reconocido en un árbol milenario, aunque en Mora no tuvo una trayectoria tan antigua como pudiera parecer, tras haber hecho frente a numerosas dificultades añadidas y haber superado alguna de bastante envergadura.
Algunas cosas del pasado son referentes para el futuro, y para ello no deben quear en el olvido. Las «tierras calmas» abundaban durante el último tercio del siglo XVIII. Estaban localizadas en parajes como Yegros, las laderas de las sierras de Pozohalcón, Buey, Ravera, el Coto, ni la Fuente el Duro, o en baldíos como el Arenal, Villamontiel, cañada San Juan, Erijuela, Pradoredondo, Pilaoradada o Charcoluengo. Eran predios de cultivo dificultoso, algunos de ellos pedregales que solo servían para pasto de ovejas, caza menor o para obtener leña. Inadecuados para el cultivo de cereales debido a sus características edafológicas. El labrador de entonces no contaba con medios técnicos avanzados para levantar la tierra yerma. Ni los arados, ni la fuerza de tracción de dos borricos o mulas removían tales cantorrales. A ello se sumaba, como hoy, los déficits hídricos y los contrastes térmicos nocturnos, heladas que ahora denominamos inversión térmica. Aquella gente, endurecida, sí luchaba contra los elementos.
Las jabonerías y el olivar de MoraLos cambios técnicos y económicos que trajo consigo la revolución agrícola de finales del siglo XVIII, fueron mucho más que una transformación silenciosa del campo. Serían una oportunidad que la gente de Mora supo aprovechar con inteligencia y determinación. En un tiempo en que el crecimiento demográfico exigía disponer de una mayor cantidad de alimentos para sustentar a más bocas, la tierra comenzó a cobrar nuevo protagonismo, como bien preciado y como horizonte de prosperidad.
El alza de los precios agrícolas trajo consigo una revalorización de la tierra. Cada fanega multiplico su valor y, con ello, el deseo, casi febril, de poseerla. La tierra dejó de ser un simple pedazo de mundo bajo los pies para convertirse en una promesa de renta, de seguridad, y de futuro. Pero esa promesa ya no podía sostenerse en los cultivos de siempre. Se necesitaba más. Más producción, más rendimiento, más visión. Y en ese contexto, el olivar comenzó a abrirse camino como protagonista de una nueva economía agraria.
Mora contaba con una importante fuerza de trabajo. Medianos propietarios, jornaleros y un grupo muy particular de hombres, los arrieros, que, sin saberlo, hilaban redes comerciales en diversos espacios peninsulares. Más de 220 individuos recorrieron, el año 1752, rutas cíclicas por Andalucía, Extremadura, incluso Portugal, llevando consigo manufacturas locales, cerrajería, mantas, cencerros, etc. Eran personas ahorradoras y emprendedoras, que, ante la falta de otras fórmulas de inversión, optaron por adquirir tierras. Tal sed de inversión hizo crecer los precios y los arriendos, transformando el paisaje agrícola del municipio, ya que muchos predios eran dificultosos de arar por sus condiciones edafológicas. Lo transcendental es que quienes plantaban los olivos, no renunciaron a sus raíces y mantenían viva su actividad principal, al tiempo que buscaban nuevas formas de rentabilidad. El aceite de oliva, ese líquido oleaginoso que hasta entonces había sido solo un producto más, empezó a ocupar un lugar destacado.
Las jabonerías y el olivar de MoraSurgió entonces una pequeña revolución industrial. Eran las fábricas de jabón, nacidas de la asociación de dos, tres o más socios, que requerían calderas de grandes proporciones para su proceso de elaboración. Ante la falta de artesanos locales capaces de construirlas, recurrieron a manos extranjeras. Artífices franceses, contratados a través de la Compañía de Chinchón, llegaron al pueblo como promesas de modernidad. Se apellidaban Barbier, Fabregas, Lascoras, Lavernia, Millars, Percival, Valmiser... A la chispa de emprendimiento se unió el soplo de una coyuntura favorable, al comenzar fomentas higiene y salud los médicos. Fue entonces cuando el jabón de Mora iba a convertirse en un bien codiciado en los mercados nacionales. Se requería con urgencia y la producción local resultaba insuficiente para abastecer los pedidos.
Hasta entonces, el aceite se importaba de otras tierras para abastecer la demanda creciente de las jabonerías, comprándose en Andalucía, de Alcázar de San Juan, del sur de Castilla-La Mancha. También era imprescindible la planta de la barrilla, recolectada en tierras de Albacete y Murcia, cuyas cenizas proporcionaban lejía. El negocio del jabón y la arriería mantuvieron cierto desarrollo hasta la guerra de la Independencia. Aquel binomio económico experimentó un renacer inesperado a partir de la década de los años treinta del siglo XIX, impulsado por la importancia higiénica del jabón. La alquimia moderna y los procesos químicos jaboneros descubiertos por Nicolás Leblanc permitieron intensificar la demanda de jabón, a la vez que se ampliaba la superficie de cultivo olivarero, aun enfrentándose el campo a las crisis 1870-1880.
Un impulso expansionista que exigió un esfuerzo titánico, ya que los hoyos para enterrar los esquejes se hacían mediante azadones, con las manos encallecidas y la voluntad férrea de quienes soñaban con un futuro. Los que estaban en disposición de invertir en esta nueva empresa fueron los grandes propietarios: Juan Alfonso Peñalver, Andrés Contreras, Juan Cano de Aldas, Alfonso Marín Balmaseda, Antonio Cabezas Maestro, José Pérez de la Serna… Hombres de peso en la economía local que vieron en el olivar una herencia de futuro. Su afán —que podría llamarse ambición, pero también visión— se propagó entre los medianos propietarios y los humildes 'currucaneros', pequeños cultivadores, deseoso de sumarse al auge, aunque obligados a solicitar créditos a prestamistas para costear su sueño.
Las jabonerías y el olivar de MoraPoco a poco, surgió una nueva cultura agraria. Descansaba en tres pilares, cultivadores de olivar, fabricantes de jabón y trajineros, ahora convertidos en distribuidores. Los primeros enseguida comprendieron que no bastaba con enterrar los palos, sino que el olivo era un ser vivo que exigía normas, cuidados y saberes transmitidos entre generaciones. Aprendieron que los árboles debían mantenerse limpios, libres de ramas secas y chupones, aireados en su centro como si la luz fuera su aliento. Que la tierra debía ser labrada y cavada bajo el pie dos veces al año, y que la escamonda —la poda— era necesaria cada dos o tres años para devolverle al árbol su fuerza y vigor. También descubrieron el lenguaje secreto del clima, que el calor era vida, el viento era polinización y el frío, por extraño que parezca, era condición indispensable para una buena floración. Estos elementos, en conjunción con las tierras silíceas donde se asentaban los nuevos olivares, tejían un equilibrio singular que encontraba su progresión en varios parajes del término moracho. Una tierra conjurada para la prosperidad y, con sudor y esperanza, se fue gestando una transformación silenciosa pero profunda. Era una revolución verde que unió ciencia, tradición y coraje en el corazón de las laderas de las sierras.
El jabón de Mora se había labrado ya un nombre en los mercados nacionales durante el transcurso del siglo XIX. Reconocido tanto por su calidad excepcional como por su precio competitivo, aquel producto, elaborado con esmero entre calderas y fragancias, comenzó a convertirse en una seña de identidad local. Destacaban los nombres de Ramón Sánchez-Guerrero, un fabricante de gran reputación que, junto a los hermanos Manuel y Antonio Martín Maestro, estableció su compañía en la calle del Villar. Como discretos pioneros del comercio exterior, enviaban cientos de kilos de jabón a la Casa Bayo de Sevilla, desde donde se reexpedía con destino a América.
Los lazos entre la industria del jabón y el cultivo del olivar no tardaron en estrecharse, no solo por la necesidad productiva del uno respecto al otro, sino también por el cruce de apellidos y destinos. Así ocurrió con Eustasio Fernández Cabrera, uno de los mayores propietarios de olivares en los años cuarenta del siglo XIX, casado con Eustaquia Sánchez-Guerrero. El matrimonio fue, más allá del vínculo personal, la unión simbólica de dos fuerzas económicas: el jabón y el aceite. En aquellos años ya existían extensas plantaciones de olivos en la Cañada del Castillo, La Solana y Villamontiel, terrenos cubiertos de hileras de árboles que se tornarían paisaje esencial de Mora.
Hacia 1860, el cultivo del olivar no solo era símbolo de arraigo, sino también de desarrollo económico. Los agricultores, industriales y comerciantes iniciaban una modernización del sector, al generar rentas de importancia y consolidaba patrimonios familiares que perdurarían durante algún tiempo. Emergieron con fuerza en el nuevo reparto de la riqueza olivarera apellidos como Alejandre, Campo Cañaveral, Cabrera, Fernández Cano, Fernández Cabrera, Jiménez Marín, López Romero, Millas, Partearroyo o Ramírez Benéytez. Sin embargo, hubo una ausencia que se hizo notar. Fue la falta de emprendedores decididos a llevar el aceite moracho más allá de las fronteras nacionales. A pesar de la calidad del producto, no se consolidó una estrategia de exportación hacia los mercados internacionales. Tal vez por una aversión al riesgo, explicable debido al desconocimiento de los complejos engranajes del comercio exterior. Hubo, eso sí, alguna excepción —como la de Vidal Gómez—, que intentó abrir camino, aunque no prosperaría como se esperaba. Así, entre lo logrado y lo que quedó por hacer, la historia del aceite y del jabón en Mora se entreteje con nombres, rutas, esfuerzos y silencios. Una historia que aún hoy exhala el perfume denso de la almazara y la persistencia de una tierra que hizo de su fruto una bandera.
* Hilario Rodríguez de Gracia, historiador y académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo