No tengo muy claro que la sociedad sea consciente de la deriva que están teniendo algunos oficios agrícolas y ganaderos en nuestro país, o de su alto riesgo de desaparición por falta de relevo generacional. Y lo que es peor, no parece que le importe mucho a ciertas mayorías la continuidad de esas actividades que, con su trabajo diario, además de alimentarnos, permiten la vertebración del territorio, la conservación de especies, de razas ganaderas, algunas en peligro de extinción, y desde luego, el mantenimiento del medioambiente que tanto nos gusta que resista intacto cuando decidimos hacer una escapada para liberarnos de los males de la gran ciudad.
Por lo que dice la estadística, la principal urgencia está en la ganadería que sigue perdiendo activos en silencio a medida que elevamos las alturas del edificio de nuestro particular bienestar. Mientras, el medio rural viene clamando por una igualdad de oportunidades por lo que, hasta que no se minimice la brecha en la prestación de servicios, en la mejora de las comunicaciones y sobre todo ahora, en la digitalización y la democratización en el acceso a las nuevas tecnologías, no será muy viable la supervivencia.
Esta preocupación está instalada en las instituciones que intentan, mediante leyes, avanzar en el remedio con tímidos presupuestos, aunque mucho más en el grueso de los productores que rondan ya el medio siglo de edad y que ven con desánimo que se acerca el final. Son los últimos que cogieron el volante, seguramente más por vocación o amor propio al legado que por convencimiento, y quizás los que acaben aparcando el negocio de sus antepasados si no llegan las soluciones a corto plazo; al menos hoy ven con pocas esperanzas que algunos de sus hijos vayan a tomar el testigo porque -es lícito- también quieren el mejor futuro para ellos.
Y en el oficio de ganadero en particular, no bastará con formar a nuevos pastores como están haciendo comunidades como la nuestra a través de escuelas para aprender a realizar el trabajo. El problema -apuntan los que siguen a pie de campo- es cómo actualizar la gestión diaria de estos negocios para hacerlos atractivos, algo que requerirá de todos los apoyos públicos porque el beneficio será colectivo.
Primero hay que eliminar el estigma del duro sacrificio que representan ciertas tareas extensivas que obligan todavía, a trabajar de sol a sol y de domingo a domingo. Nadie está ya dispuesto a eso, y sabiéndolo, quizás se necesite una regulación apoyando la carga de los costes laborales extraordinarios de esos autónomos jóvenes que empiezan, máxime si han de incrementar la mano de obra para reestructurar las jornadas. Hay que apoyar una mayor profesionalización y modernización como empresa, no en vano es un sector estratégico; hoy es complicado que el productor, especialmente el pequeño o mediano, pueda soportar más peso fiscal mientras sigue peleando por unos precios justos que no están garantizados.
En este sentido, ahora que renace el debate de la reducción de la jornada laboral a 35 horas, me pregunto por cómo percibirán ese anhelo los posibles aspirantes a trabajar en una ganadería de leche, de ovino, de caprino, ya sea por cuenta ajena, o con más desasosiego si es por cuenta propia. ¿Está hablando el Ministerio de Trabajo para todos los oficios? Porque aceptando la premisa de la mejora de la productividad y por supuesto de la necesidad de que haya condiciones dignas de trabajo para todos, de mayor conciliación, no parece que el acuerdo con los sindicatos se haya inspirado en determinadas actividades agropecuarias que ya tienen muy difícil encontrar mano de obra.
Quizás hace falta un diagnóstico realista y un relato honesto para seducir a las nuevas generaciones que -estoy seguro- podrían estar dispuestas a dar continuidad a esos oficios si ven rentabilidad, pero también facilidades.
Este lunes concluye la convocatoria de ayudas de incorporación de jóvenes que ha priorizado a los ganaderos. Veremos cuántos han decidido dar el paso.