'Agua de belleza para el rostro: Tome limones y frijoles secos y combínelos con vino blanco; añada miel, huevo y leche de cabra y destile todo junto; y esta agua embellecerá el rostro'.
No, esta receta no está extraída de una revista de belleza de la actualidad, está recogida en un libro del siglo XVI publicado en Venecia que pretendía revelar los secretos de la naturaleza, que estaba dedicado a público mayoritariamente femenino y que fue escrito por una mujer con conocimientos de alquimia. ¿Cómo pudo llegar a la Colección Borbón-Lorenzana un libro de estas características?
La palabra alquimia procede del árabe al-khimiya, que a su vez procedería del griego khumeia ('mezcla de líquidos') y se decía del conjunto de conocimientos destinados a obtener la piedra filosofal, la sustancia que permitía convertir algunos metales en oro, aunque, según las tradiciones, podía ser también la llave para obtener la inmortalidad o la eterna juventud.
Desde la Antigüedad, ya sea en Grecia, Egipto, Persia o la lejana China, encontramos nombres de personas relacionadas con el Pensamiento, las Matemáticas o la Medicina dedicadas a experimentar con las sustancias que hicieran posible la obtención de tan ansiado metal precioso. Podemos imaginarlas rodeados de hornos, alambiques y crisoles, escondidas en sótanos o habitaciones ocultas, plasmando sus conocimientos de forma compleja para que fuera difícil descifrarlos. Y es que si por algo se caracterizaba la alquimia en sus primeros tiempos era por su carácter secreto, solo accesible para aquellas personas iniciadas.
Además, los alquimistas siempre fueron vistos con recelo, ya que eran relacionados con ciencias oscuras, pero príncipes, nobles y grandes hombres de la Iglesia requerían de sus servicios por si sus experimentos podían engrandecer su fortuna, curarles de graves enfermedades o proporcionarles una vida sin fin, y lo cierto es que fueron ellos quienes introdujeron la experimentación en la investigación y lograron la extracción de sustancias como el fósforo o los ácidos minerales. Algunos célebres alquimistas de estos tiempos fueron Zósimo de Panópolis, Geber, Nicolás Flamel o Ramón Llul. También mujeres como María la Judía.
Ya a partir del siglo XVI, en la Europa del Renacimiento, los objetivos de la mayor parte de estos investigadores e investigadoras pasaron de buscar la creación de oro a reunir conocimientos sobre los fenómenos de la naturaleza. Ya no quisieron ocultarlos, sino que, aprovechando el auge de la imprenta, los revelaron en tratados que ponían sus saberes al alcance del gran público. Se popularizaban así los libros de secretos.
Los libros de secretos eran un compendio de remedios para todo tipo de dolencias, recetas culinarias, cosméticas, aunque también podían incluir temas de pensamiento, magia y, por supuesto, alquimia. Tuvieron un gran éxito editorial durante los siglos XVI y XVII y algunos se reimprimieron en numerosas ocasiones.
La ciudad de Venecia no había sido ajena a la práctica de la alquimia. Un claro ejemplo es el hecho de que aquí se había guardado celosamente la técnica de elaboración del vidrio que dio origen a la artesanía del famoso cristal de Murano. Tampoco fue, ni mucho menos, ajena al desarrollo de la imprenta, que tuvo en esta ciudad un éxito sin precedentes. Era, por tanto, un lugar propicio para la proliferación de libros de secretos. Y es aquí donde encontramos a Isabella Cortese.
Pero poco sabemos de la biografía de esta autora, más allá de lo que ella misma cuenta en su obra. Se trataba de una aristócrata veneciana que viajó por Europa Oriental recopilando conocimientos de alquimia que reflejó en el texto por el que es conocida, I secreti della signora Isabella Cortese. La obra se divide en cuatro libros que tratan sobre remedios para distintas enfermedades, fórmulas con procesos alquímicos y metalúrgicos, la fabricación de tintes para tejidos y la elaboración de perfumes y cosméticos. Estaba dedicada a un público mayoritariamente femenino, pues el título completo es Los secretos de Isabella Cortese, en los que se contienen cosas minerales, medicinales, artificiosas y alquímicas y otras muchas del arte de los perfumes de interés para toda gran señora, y tenía el objetivo de ofrecer consejos útiles para la vida cotidiana, la belleza y la salud.
Los secretos se imprimieron por primera vez en Venecia en 1561 y se editaron hasta 12 veces en Venecia y 3 en Alemania en las ciudades de Hamburgo y Frankfurt. La Biblioteca de Castilla-La Mancha conserva dos ejemplares de la edición de 1588. Uno de ellos perteneció al erudito toledano Francisco de Santiago Palomares, uno de los mayores proveedores de libros a la Biblioteca Arzobispal que abrió el Cardenal Lorenzana en 1773. Los ilustrados bibliotecarios de esta institución debieron considerar la obra de interés, pues terminaron adquiriéndola. Gracias a ellos se puede consultar en la Sala Juan Sánchez de la Biblioteca.
(*) Carmen Toribio es técnica de bibliotecas de la Sala Juan Sánchez de la Biblioteca de Castilla-La Mancha.