Visita a cárceles secretas de la Inquisición en 1639 (II)

José García Cano*
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En algunas declaraciones de ministros y funcionarios inquisitoriales encontramos curiosas y punzantes historias relativas a las relaciones entre ellos, a las tiranteces propias de cualquier oficio y a sus envidias y enemistades

Doña Sancha Alfonso cuyo cuerpo se encuentra en el convento de las Comendadoras de Santiago y cuya llave de su féretro custodió el Santo Oficio.

El inventario que se hizo en el Santo Oficio de Toledo en 1639 continúa con los bienes que se encontraban en la sala del Tribunal, entre los que podemos encontrar un cajón grande con varias casullas, algunos corporales, paños, dos candeleros de plata -con las armas del Santo Oficio-, un cáliz, una cruz, dos tinteros anchos de plata y una salvadera. Lo completan varias alfombras, cinco sillas nuevas de terciopelo carmesí con flocadura de hilo de oro, tres braseros grandes con bacías de cobre, seis bancos de respaldo de nogal con las mismas armas y un escabel de nogal en el que se sentaban a despachar los notarios. Entre los múltiples objetos y enseres custodiados en la sede y en el archivo de la Santa Inquisición de Toledo, encontramos una llave de la caja fúnebre donde se encontraba depositado el cuerpo incorrupto de la señora doña Sancha Alfonso (1190-1270) hija del rey de León don Alfonso IX, el cual se hallaba en el convento de Santa Fe de Toledo, desde donde fue trasladado al convento de las Comendadoras de Santiago, siguiendo allí en la actualidad. Como documentos reseñables encontramos custodiada en el archivo la carta de venta otorgada en 1530 por Diego de Merlo comendador de Santiago, de unas casas de su propiedad que fueron compradas por el Santo Oficio para fundar su segunda sede, es decir el espacio que hoy ocupa el Palacio de Lorenzana. También aparece la compra de dos sótanos que se adquirieron para utilizarlos de ‘cárceles secretas’, sin indicar su ubicación exacta.

Era habitual que el visitador que realizaba las inspecciones y control del estado de los tribunales, también interrogase a los ministros y funcionarios inquisitoriales. De ahí que en algunas de sus declaraciones encontremos curiosas y punzantes historias relativas a las relaciones entre ellos, a las tiranteces propias de cualquier oficio y a las envidias y enemistades creadas por la mala praxis de algunos de ellos. Un ejemplo lo encontramos en la figura de don Francisco de Párraga y Vargas, notario del Secreto, al que se le acusaba de tener «correspondencia ilícita» con una vecina de Toledo desde hacía tres años. Además, diversos testigos acusaban a Párraga de recibir dinero y otros favores por parte de algunos pretendientes a ocupar cargos del Santo Oficio, quienes le habrían sobornado para obtener su aprobación. Otro inquisidor llamado Juan Santos de Sanpedro, denunció que hacía años Francisco era una persona muy humilde sin apenas ingresos, pero que en aquellos poseía un capital de más de 40.000 ducados, habiendo adquirido además una serie de fincas en la localidad de Burguillos; a esto se añade que se había casado varias veces, una de ellas con doña Ángela del Águila, hija del secretario Águila y colegiala del Colegio de Doncellas Nobles de Toledo, aportando algunos caudales como dote. Se le acusó de cohecho y de utilizar los ingresos ilícitos en la crianza de sus cuatro hijos, pues como era sabido, con su sueldo no podía asumir el sustento de su familia ni mucho menos haberle dado una cuantiosa dote matrimonial a su hijo don Diego de Párraga. En toda la ciudad de Toledo era conocida la fama de hombre rico y poderoso del señor Párraga. Durante aquél siglos XVI encontramos decenas de expedientes de limpieza de sangre que eran resueltos (favorablemente o no) por el Tribunal de la Inquisición a multitud de personas, las cuales, si podían demostrar su ascendencia cristiana y limpia de linajes judíos o moriscos, tendrían acceso a determinados cargos públicos, podían pertenecer a órdenes militares u ocupar algunos puestos relevantes en la administración local. De ahí que determinados apellidos toledanos que procedían de familias de conversos, estuvieran en el punto de mira a la hora de obtener sus limpiezas de sangre, como por ejemplo la familia Fuentes, los Hurtado, los Palma o los Nieves.

Otro curioso caso de inquisidor señalado por sus malos hábitos y costumbres fue el de don Baltasar de Oyanguren, al cual le achacaban varias indecencias cometidas durante el ejercicio de su cargo, como por ejemplo encontrarle habitualmente en actos públicos donde había concurrencia de mujeres, realizando en algunas ocasiones demostraciones indecentes. Así ocurrió en cierta ocasión en la iglesia del convento de Santo Domingo el Real de Toledo, desde donde la hermana María de Ulloa -monja profesa en el mismo convento- confesó como cierto día festivo Baltasar se encontraba en la iglesia del convento, cuando comenzó a realizar señas a las mujeres que allí había presentes «sacándoles la lengua y otras indecencias», las cuales molestaron a la citada religiosa y a las demás mujeres que había en el coro. Fue también acusado de entrar y salir habitualmente de la casa del jurado con Juan Félix de Vega, donde cenaba amigablemente con su esposa e hija, conociéndose poco después que un hijo de Juan Félix, había obtenido la aprobación en la limpieza de sangre que siguió el inquisidor Oyanguren. Este apellido provenía de la casa de Oyanguren (Guipúzcoa) en la cual hubo algunos otros miembros que ocuparon también otros cargos en el Santo Oficio. Baltasar había ocupado anteriormente el cargo de fiscal de la Inquisición de Llerena y aparece en cierto proceso abierto contra una gitana de Santa Olalla llamada María Hernández, quien en 1635 había sido detenida en Maqueda y procesada por «quiromántica o echadora de la buenaventura».

En otras declaraciones dadas al visitador Martín de Celaya se demuestra por parte de varios vecinos, que determinados miembros del tribunal toledano no guardaban el celo y el secreto que debían sobre los expedientes y procesos ejecutados dentro del mismo. Era muy habitual que los miembros de algunas de las familias que pretendían su limpieza de sangre, conocieran las opiniones y pareceres que se debatían en la audiencia, algo que como era lógico no estaba permitido, pues se atentaba contra el ‘secreto’ que debían guardar todos los funcionarios. Por lo que respecta a lo que hoy llamaríamos horario de trabajo u horario de asistencia al tribunal inquisitorial de aquellos funcionarios, sabemos que acudían tres horas por la mañana y dos horas por la tarde.