Deseo una pronta recuperación a todos aquellos a los que un virus gastro intestinal les impidió asistir el miércoles a la gala organizada por la Asociación de la Prensa de Guadalajara. Hay enfermedades contagiosas que tienen difícil cura y la falta de respeto a la libertad de expresión es una de ellas. Como no me gusta el artículo de uno de los premiados porque deja retratados a los míos, no voy al acto, aunque eso suponga un desprecio absoluto al resto de galardonados. Una pataleta infantil de niños de 40 y 50 añitos cuya dependencia del poder y de un elevado sueldo público es enfermiza. Son los mismos políticos a los que escucharás otros años proclamas a favor de uno de los pilares del periodismo y de cualquier sociedad democrática. ¡Ya! Sólo de boquilla. A la mínima, devoran ese principio básico. Allá cada uno.
Todos los que se ausentaron intencionadamente de la gala perdieron una magnífica oportunidad de hablar con los padres de Lucía, la niña a la que un desalmado violó en el hospital de Guadalajara. Allí estaban, no esperándoles, porque a estas alturas ya no esperan nada después de haber desesperado. Los insumisos de corbata y tacón podrían haber empleado el momento para explicar a la familia de Lucía todos los interrogantes para los que no han encontrado respuesta y que les han llevado a una indefensión primero física y después emocional. Hay situaciones que deberían estar por encima de la política y del cargo, aun a riesgo de perderlo.
Viendo la respuesta que ha tenido el premio Libertad de Expresión al artículo 'Hermana, yo sí te creo', publicado en este rincón del periódico La Tribuna, todavía valoro más la valentía del jurado, plural e independiente, que tuvo a bien reconocerlo por unanimidad; comprobando la incontinencia que ha despertado entre algunos ausentes, disfruto aún más de la generosidad que este periódico y sus responsables me regalan cada semana. Soy un periodista con mucha suerte. Jamás me han tocado una coma y mucho menos un titular. Tampoco me han dado ni una sola indicación sobre lo que tengo que escribir. Me siento un privilegiado. Para que haya libertad de expresión tiene que haber medios cuyos directores, editores o redactores jefe estén dispuestos a pagar el precio que haga falta por mantener ese principio esencial del periodismo. Suena a perogrullada, pero es una máxima que no siempre se cumple.
La presión que sufren los que dirigen los medios es parte de la profesión periodística. Tienen que saber convivir con eso y conseguir que a los profesionales que están en la calle, piel con piel, no les llegue o, en todo caso, no les afecte. Todavía recuerdo las entradas triunfales en la redacción del director del desaparecido semanario Noticias de Guadalajara. Cuando mi siempre añorado Julio García llegaba con una sonrisa pícara y el periódico debajo del brazo, ya sabía que algún texto mío no había gustado al carguillo de turno. «Que sepas que tu artículo lo tiene el presidente en su despacho». Con veintipocos años eres un potro desbocado y aquello me ponía incluso más. «¿Y qué le has dicho, Julio?». Entonces tiraba de socarronería y contestaba con el cigarro en la boca: «Que se lo lean con atención».
En este caso, no había necesidad de revuelo. Los hechos relatados en el artículo premiado están probados por una sentencia. La falta de diligencia institucional, también. Los que se han dedicado a amenazar con querellas que algunos seguimos esperando podían haber empleado todo ese tiempo en hacer un mínimo examen de conciencia. Solo hay que confiar en que dentro de un año -si es que les cuadra- vuelvan a lanzar discursos a favor de la libertad de expresión. Siempre hay un hueco para el cinismo.