Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Los recuerdos del agua

26/07/2024

Voy grabando fuentes y manaderos, chorreras y gorgoteos mínimos, algunos con cadencia agónica de tarde cansada. Me acerco a las fuentes y arrimo el teléfono. Grabo veinte o treinta segundos, los suficientes para aprehender cada ritmo y sutileza. Fuentes de mañana, alegres y principiantes. Fuentes de tarde, a la sombra de cruceros y coronadas de avispas y caballitos del diablo copulando con motas de polvo sideral. Fuentes en el vacío de la noche, con niños acunados a su vera, agarrando el sueño con la nana ancestral del agua parida por la tierra, escupida con amor por caños de metal y ovas.
Grabo fuentes de madrugada por las plazuelas de acacias y rumores de Córdoba. Luego, ya con los luceros, bajo al Guadalquivir y converso con la garza blanca de la Albolafia, palabras como polvo líquido de sueños. Gorgoteos delicados, suaves como noche de junio. Los escucho y en ellos habita la lentitud y el verde aceituna. Escucho las fuentes de la Alcarria, los borbotones que manan en los desgalgaderos tajados por el Tajuña. Fuentes de brío, chorros pelágicos y torrenciales, como los reventones de los pilones de Gredos cuando las nubes se atrincheran con saña al sur del Almanzor, en otoños de lluvia y melojos deshilachados en amarillos y espejuelos de musgos y sombras de halcones abejeros. Y guardo también los sonidos quejumbrosos de agosto, cuando el agua se agota y los veneros escurren un hilo mínimo y vital. Entonces levanto las piedras del lecho y juego con tritones y gallipatos, bestias limpias y beatíficas de las profundidades gelatinosas del estío.
Grabo manaderos y fuentes santas, perdidas en bosques arrobledados y helechos altísimos como selva prehistórica olvidada y retenida en un tiempo muy antiguo. Allí mana el agua con cadencia de oración, vuelan miles de mariposas blancas y cubren todo su derredor tapices de flores de todos los colores. El agua brota como un milagro entre ovas como cabelleras de mujeres-diosas prerrafalitas, y marcha por un reguero mínimo donde florecen poleos y briznas de sol como pepitas de un oro primigenio y puro en sus ninfeos.
Grabo pilones y fuentes en cada pueblo que atravieso. Pueblos ya vacíos, silenciosos, donde sólo canta el agua su cuento inmemorial y perenne. El agua es lo que siempre queda. Y luego, cuando escucho despacio, compruebo que aparecen voces y sonidos, niños jugando, mujeres hablando y riendo en lavaderos que sé que estaban vacíos. Arrieros, ganaderos y gente viniendo del campo o del monte, abrevando las caballerías y el ganado. Esquilas de ovejas, ladridos de careas y mastines. Todo aparece por ensalmo si escuchas con atención. El agua guarda su memoria. Los lugares del agua también. Todo quedó ahí. Nade se fue, aunque ya no esté y no lo pueda, en mi simpleza, ver.
Voy grabando con el teléfono fuentes y pilones, lajas chorreantes de cuarcita de la Jara; tejas en fuentecillas comidas por zarzas y olvidos bajo los secaderos sedientos del Tiétar; deshielos como gotas de las nevadas tardías de la tierra de Molina; destilados mínimos de agua verde nutriendo aljibes por los que se desliza sólo un rayo de sol en claustros hieráticos sin cipreses y con el colirrojo tizón guardando. Acudo al repiqueteo del agua dorada y germinal, verde de ojos limpios donde se lava el granito pulido de las profundidades. Y voy guardando para los días secos, sin agua y sin canciones. Los recuerdos del agua.