Es curioso constatar el modo vertiginoso en que el tiempo se acelera conforme el ser humano va cumpliendo años. Lo que, en un principio parecía una lenta progresión aritmética, pronto deviene en geométrica, para acabar en torbellino. Justo lo contrario que acaece con los ríos. Los días se acumulan y con ellos, las semanas, los meses, las estaciones y los años, hasta acabar formando un totum revolutum que inevitablemente acaba engulléndonos.
Ante semejante estupor sólo nos queda un recurso, agarrarse a las briznas de esperanza que brotan bajo nuestros pies, con el anhelo de que Dios, la Providencia o la, a menudo esquiva, Suerte nos proporcionen un hálito de salud con el que ir tirando, sorteando las enfermedades de toda índole que día y noche amenazan nuestro organismo, y los peligros de toda naturaleza que, también a diario, nos vemos obligados a arrostrar.
Sólo así, y en la medida en que vamos madurando, tomamos plena conciencia del valor que tiene un día, un solo día, desde el amanecer hasta el ocaso, con su correspondiente noche. Recuerdo a aquel amigo, fallecido hace más de veinte años, que, consciente de su inminente partida, formuló dos deseos: que le prepararan un arroz y pollo, de corral, naturalmente, de los de antaño; y después, aprovechando que era un día de Feria, un buen palco para ir a los toros, su gran pasión. O un tío mío, que viéndose asimismo a las puertas del más allá, pidió a su hermano menor –mi padre–, que lo llevara a Madrid a ver un partido de liga del Real, en el que, a la sazón, jugaban aquellos tres delanteros míticos: Di Stéfano, Puskas y Gento. Un día puede colmar nuestras más ocultas ambiciones.
Nada extraño que la dura e inesperada experiencia vivida de la Covid haya cambiado de cabo a rabo muchos de los conceptos fundamentales de nuestra existencia. Son muchos los que no salen de su asombro viendo las playas atestadas de bañistas, en verano y muchos fines de semana de otoño; los restaurantes, bares y merenderos a rebosar; los hoteles al completo; y lo mismo ocurre con los teatros, cines, discotecas, etc., etc. ¡Qué lejos de nosotros queda la época en que podías ir con la familia y los amigos a comer a un restaurante sin previo aviso; o a un museo, a la ópera o a cualquier representación! Lo de Madrid estos días navideños está siendo inaudito, con muchedumbres de muy diversa procedencia ocupando plazas, calles, bares y explanadas. Uno tiene la impresión de que a la gente le ha entrado unas incontenibles ansias de vivir, de gozar, de ir de acá para allá, de visitar ciudades, pueblos y todas las regiones de España, o, incluso, quien puede permitírselo, del extranjero. El turismo interior y la pasión ambulatoria se han puesto al día, y la alegría del gentío gastando euros por doquier te hace pensar que les ha tocado, si no, el gordo, al menos un buen pellizco, o que el personal, harto de tanta falacia, ha decidido romper la hucha, gastar los ahorros y a vivir que son dos días.
No dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, tal parece ser la divisa de nuestro tiempo. Lo del paraíso se ve cada vez más como una falacia. Hay que vivir la vida, morderle la pulpa a pedazos mientras tengamos dientes. Los absolutos, digan lo que digan, están en un profundo declive; en tanto que lo relativo se impone, aunque, para generar ilusión, haya que permanecer tres, cuatro o cinco horas, haciendo cola ante una administración de lotería. Nada queremos dejar para el futuro, ni para el más allá. Lo queremos todo, hic et nunc. Basta de utopías. Hay prisa por gozar, como si algún poder mágico nos susurrara al oído que hay que cultivar nuestro jardín, que los únicos gozos son los que extraigamos de su tierra bien regada y trabajada.