No es que no exista Estado, como algunos han afirmado con intenciones torticeras, lo que existe es desinformación, manipulación de la realidad, la mentira como una nueva versión de la verdad, el bulo sistemático, el uso de las catástrofes naturales como instrumentos de confrontación política. El Estado funciona y funciona razonablemente bien, aunque lo que no funciona tan bien es la claridad intelectual, la memoria colectiva e individual de los ciudadanos. Lo que sucedió durante la pandemia, ahora se vuelve a repetir, pero en sentido inverso. Recuerden.
En el caso de la pandemia el presidente del gobierno tomó la iniciativa de combatir la epidemia de un virus desconocido desde el gobierno de la nación. Quería implantar la emergencia nacional, la derecha se opuso frontalmente. Era proporcionarle al Sr. Sánchez munición para su proyecto autocrático, en esta visión deformada de la realidad. Se había empezado a acusar al Sr Sánchez de dictador. Pretendía, en la versión de la derecha y la ultraderecha, aprovechando la catástrofe y los encierros preventivos, instaurar una dictadura bolivariana. Recortar las libertades, recortar la capacidad de expresión, controlar las instituciones. Estos discursos vertieron abundante basura en diferentes medios de expresión. Al movimiento se sumaron los presidentes de Comunidades Autónomas del PP y alguno del PSOE. No tardarían en aparecer jueces. Los asuntos de salud pública adquirían una nueva dimensión: se convertían en cuestiones judiciales. Y también surgió la palabra, «cogobernanza». El presidente del gobierno no podía actuar solo. Ellos, los presidentes autonómicos, también eran Estado. Todos tenían que tomar decisiones, aunque en cada territorio se acomodarían a lo que dijeran sus presidentes o dictaran los jueces. La «cogobernanza» garantizaba, en la ensoñación de la derecha, que el presidente no se deslizara hacia la autocracia.
Una DANA ha asolado territorios de Levante. Una gota fría más con la que conviven los habitantes del Mediterráneo. En este caso, desmesurada. Se presentó rápida, tremenda, destructiva. Apareció el desastre, el terror ante la virulencia desatada del agua. Los gestores locales tardaron en actuar. Casi de repente se promovió la idea del Estado fallido y consignas tan falaces como «el pueblo salva al pueblo», recuperado de los baúles mugrientos de la ideología fascista. Y para no perderse la fiesta el Sr Feijoó propuso declarar la emergencia nacional a la que se había opuesto en la gestión de la pandemia. Ahora era el Estado el responsable de los desastres. Se señalaba al presidente del gobierno por no haber actuado en unos territorios donde las competencias en estos asuntos están transferidas a las Comunidades Autónomas. Nadie invocó la «cogobernanza». El asunto se presentaba tan mal, los efectos eran tan terribles que había que alejar a los responsables autonómicos del fuego que les podía devorar. Se recuperaba de paso el funcionamiento de un mecanismo muy arraigado en el subconsciente de la mayoría de los ciudadanos, a propósito del Estado responsable de cuanto suceda a los ciudadanos. El Estado centralizado, omnipresente y poderoso, de la dictadura o de las estructuras jacobinas. Cuesta mucho incorporar a nuestros pensamientos y comportamientos diarios la idea de un Estado descentralizado con estructura casi federal. Y aunque es el modelo recogido en la Constitución, aún no ha calado entre nosotros. Todavía conservamos reflejos del Estado franquista. Tal vez, para incorporar en nuestras concepciones el nuevo modelo de Estado descentralizado, tengan que transcurrir siglos. Máxime cuando desde discursos independentistas y territoriales se ha fomentado evadir responsabilidades de los gobernantes locales, se practica el victimismo territorial y el agravio permanente. Cuanto suceda de malo será atribuible al Estado, cuanto ocurra de bueno a las Comunidades Autónomas y a sus gobernantes territoriales. Y en esas confusiones nos distraemos entre los desastres de Levante. Eso sí, nadie será responsable de algo, excepto Sánchez que lo será de todo.