Daba pena ver el plinto, sobre el que se esfuerza la estatua de Bahamontes, vacío y rodeado de cinco vallas fucsias, cual trampolín de piscina plegable que nos agenciamos los no pudientes en verano para engañarnos, sin más agua que la inmisericorde piedra toledana.
Me comentan que ha sido un acto vandálico; imagino una horda de suecos borrachos del norte de África asaltando al ciclista en plena ascensión y me pregunto el porqué de la violencia sin llegar a más conclusión razonable ni publicable que otro acto violento de venganza aún más perverso y elaborado.
Una japonesa frágil y delicada, que podría haber llevado tranquilamente de paquete Bahamontes por el Puy de Dome sin inmutarse, me pregunta qué es ese vacío que contemplo, si van a poner algo allí.
La explico que es una especie de zona cero toledana, allí debería ir la escultura del mejor escalador de siempre según el Tour de Francia, la carrera ciclista más importante del mundo. ¿Un héroe?, me repregunta. Sí, eso es. Por una extraña asociación de miradas e ideas, al ver que soy hispanohablante y llevo un comic de Hugo Pratt, con esa deliciosa cortesía oriental bien entendida de halagar enseñando, me dice que existe una estatua de otro héroe en Japón; se llama Arturo Prat, un protagonista de la guerra del Pacífico que atesora las siete virtudes del Bushido: justicia, respeto, valentía, honor, benevolencia, honestidad y lealtad.
Le confieso, con una mentalidad muy tristemente española, mi fascinación porque le construyan una estatua a un marinero chileno de una guerra extraña. Sonríe y me argumenta pulcramente que ser consecuente entre pensamientos y actos, trascendiendo tu comportamiento a la muerte, no es cuestión de credos ni nacionalidades. Balbuceo un amén y, aunque me pica el hablarle de Napoleón, Waterloo, Puigdemont…, me contengo porque son charlas que no proceden sin tres sakes y valdepeñas de por medio.
Retomando, le enseño la foto y le encanta la escultura. Me inquiere cándidamente si está restaurándose o va camino de una exposición. Le contesto, algo azorado, que no, que ha sufrido una agresión de un tipo con una radial y que está reparándose. Me dice que me he puesto rojo y me compadece.
Hasta entonces no lo había visto así. Es tremendo como un acto ajeno, que de pronto sientes como propio, puede avergonzarte y proyecta la sensación, como español en mi caso, de una imagen de ignorante, energúmeno y de no respeto, hacia lo que el otro ve como algo tuyo. Para rematar la mujer pone una pequeña flor en el plinto, no sin antes mirarme buscando mi asentimiento sobre si su comportamiento procedía.
No puedo evitar, mientras la veo alejarse ligera y prudentemente, si está pensando que algunos españoles somos unos tipos vestidos de torero, mascarilla de viernes 13 y motosierra en ristre, que van por ahí mutilando símbolos, héroes, o simplemente a otros compatriotas, tipos normales como nosotros, que en un momento dado tocaron el cielo y prestigiaron a su pueblo haciendo algo excepcional.