Hace mucho que me pregunto cuánto vale el tiempo. Y, aunque creo que nunca lograré responderme a esta pregunta, sí tengo claro que el tiempo vale en la proporción en la que se entiende que es, además de la única magnitud irreversible, la única magnitud ineludible. Estamos hechos de tiempo, somos seres edificados sobre la base de la contingencia. Por eso, quizá solo merezcan felicitación quienes, habiendo comprendido todo esto, se hacen fuertes y fecundos con el tiempo que les ha sido dado.
El pasado día veinte cumplió noventa y cuatro años Mario Arellano García, uno de esos ejemplos de que el tiempo, a pesar de estar definido, es tan intenso como lo afrontemos cada uno. Todavía queda el espíritu joven e intrépido de aquel niño que se rompió el brazo jugando al fútbol con doce años; que lograba hacer lo imposible para ver a Justa, el amor de su vida, durante su tiempo de servicio militar en Segovia; que se hizo un excelente Maestro de Taller y trabajó en puestos que requerían de su pericia en importantes empresas de mecánica y platería; que dejó esos trabajos para volver a Toledo y continuar con el negocio de la familia de su esposa; y que nunca tuvo miedo para afrontar tantas metas como se le han puesto por delante, desde sacar adelante a sus hijos hasta dirigir instituciones de carácter religioso y cultural, desde elaborar genealogías hasta aprender la entonces incipiente informática.
Mario ha sido, y es, una persona meritoria por cuanto ha sabido hacerse a sí mismo. Si se estudia el desarrollo de su actividad en la Real Academia toledana, a la que lleva vinculado desde 1975, se puede comprobar lo altamente proactivo que es, que no ha dudado en ningún momento en prestar su tiempo, sus fuerzas y su trabajo para el desempeño de labores tan tediosas como la de ayudar en la ordenación de la Biblioteca y confeccionar una clasificación tejuelada de sus fondos, maquetar y sacar adelante la publicación de la revista Toletum hasta el punto de ponerla al día por el retraso que tenía en su marcha e indexar la revista en su número 41, dedicarse a labores de ornato y bricolaje tanto en la sede de la Casa de Mesa como en la actual o estudiar pormenorizadamente el libro registro de Académicos. En el ámbito de sus publicaciones, su peso y su enjundia en materia heráldica y genealógica, con especial atención a cuanto atañe al mundo mozárabe, ha dado como resultado una producción intelectual de primer nivel, que sirve de consulta a cuantos investigadores se aproximan a estudiar la mozarabía toledana. Y también para la Comunidad Mozárabe ha prestado grandes trabajos como maquetar y publicar íntegramente hasta hoy la revista Crónica Mozárabe, que ya ha alcanzado el número ciento tres, confeccionar las genealogías de cientos de mozárabes toledanos, dar actividad al Instituto de Estudios Visigótico-Mozárabes 'San Eugenio' de Toledo, organizar congresos mozárabes o ayudar en el desarrollo interno de la Hermandad Mozárabe de Toledo, sirviendo en ella incluso como Hermano Mayor durante cuatro años.
Y todo ello, siempre desde una labor callada, 'de trastienda', que no puede quedar en el olvido. Porque Mario, además de proactivo, es enemigo de los homenajes y las alharacas. No lo necesita. Primero, porque sabe que su deber está cumplido. Y segundo, porque, sabiendo como sabe lo que son el trabajo y el sufrimiento, comprende que el mejor homenaje que puede recibir es el de ver que todo su trabajo ha servido y servirá para el futuro. Sus mayores premios han sido su familia, sus trabajos y sus personas más cercanas, con quienes comparte de vez en cuando un vino, o dos, y puede conversar desde su interesantísima experiencia vital.
Creo que hay dos formas de afrontar el tiempo. Una, la que don Pío Coronado le confesó al Conde de Albrit en la extraordinaria adaptación cinematográfica que Garci hizo de la novela de Galdós: «¿A mí me va a hablar usted de soledad, señor Conde, que llevo tres perros enterrados?». Y la otra, la de Mario Arellano desde su fe sencilla pero ferviente, construida con palabras de San Pablo: «He luchado con valor, he llegado a la meta, he conservado la fe». Toledo, la ciudad por la que tanto ha trabajado, debe dispensarle el homenaje que le corresponde. Por su trabajo, por su tesón y por su ejemplo. Y, sobre todo, por el poso de experiencia que nos deja cada día.