Nada resulta más tradicional en el 31 de diciembre que juntarse frente al televisor para esperar el inicio del nuevo año, habitualmente acompañado de 12 uvas. O que varios miles de fieles se congreguen en la conocida Puerta del Sol de Madrid para contemplar in situ cómo el reloj marca la llegada del 1 de enero. Todo debe estar listo para que ni el mínimo fallo pueda llegar a estropear el especial acontecimiento.
En el penúltimo piso de la torre de la Real Casa de Correos, el relojero Jesús López-Terradas limpia y engrasa las ruedas y engranajes del cronómetro, una tarea que acomete «sin presión» en sus vigésimoséptimas campanadas al mando.
Desde el habitáculo donde se ubican los mecanismos, al que se accede por una sinuosa y estrecha escalera de caracol, el encargado se muestra tranquilo de que todo saldrá bien, porque la puesta a punto de estos días es la misma que realiza habitualmente, tal y como él mismo explica.
«No hay presión. No la hay, porque estamos toda la semana viniendo, levantando las pesas, engrasando, mirando, comprobando las variaciones… Hombre, tienes esa tranquilidad de que sabes que el reloj está bien. ¿Puede fallar una máquina? Puede fallar en cualquier momento, pero vamos, dudo mucho que así ocurra», afirma.
El mantenimiento es el mismo. «Si el reloj va bien, hay que hacer lo que el reloj necesita. Subir las pesas, limpiarlo, engrasarlo, lo que en definitiva es tenerlo a punto. Comprobar las variaciones… Si hay alguna variación se corrige y ya está», comenta, a cargo de la tradicional fecha española desde 1997.
El escenario de que el instrumento falle es «muy remoto» pero «posible» porque «con las máquinas no te puedes andar con historias», indica López-Terradas cuyo bisabuelo, José Rodríguez Losada, donó el reloj de Sol en 1866, durante el reinado de Isabel II.
El trabajador pasará los últimos segundos de 2023 pendiente de que todo esté en su sitio, siempre acompañado por Santi y Pedro, dos profesionales de la Relojería Losada que se encargan de comprobar el sonido de los cuartos y las horas y el mecanismo de la bola en el crucial momento.
Caprichos de profesión, el encargado de que todo esté en orden para que todos puedan consumir las uvas no podrá comer las suyas. Pero no le importa. «Estás pendiente de que los otros 40 millones de personas se las coman a gusto, en la calle, y sean felices. ¿Nuestro mejor rato? Cuando se da la última campanada», cuenta. En ese momento, los tres se quedan tan contentos que todo merece la pena.